jueves, 21 de junio de 2007

Libertango

Libertango


http://www.youtube.com/watch?v=U0ZPHpdaOrg
(Instrucciones para el lector: Este cuento sólo debe leerse escuchando el Libertango de Piazzolla tocado por Yo-yo ma que está linkiado arriba. Además, el acento argentino es indispensable para que se dé el efecto que se quiere).

...
Al final, ché qué hacías...
...estábamos bailando un tango en la Milonga, lleno de faltas y aberraciones.

Fue así como te conocí. Bailando Tango. Fue así como entonces estubimos haciendo el amor sin tocarnos.
Sonaron los dos vasos llenos de ron, dos hielos y una lonja de limón en cada uno. Sonaron cuando los hicimos sonar. Con un pequeño golpe y una breve mirada a los ojos, acompañada con una sonrisa.
El primer tango lo escuchamos atentos. Piazzolla estuvo perturbando nuestros pensamientos durante un buen rato. La bailarina , hermosa ella, toda vestida de rojo, me pisó una vez y me hizo entender lo que debía hacer. Lo que ella siempre hacía, todas las noches.
Ahí viene entonces ese tango que bailamos esa vez. Tus manos rozaron las mías en medio de esa danza sensual, tan delicadamente. Cada respiración era un orgasmo. Movíamos los pies con una soltura, ¡con un carisma!. Deslicé mi pierna izquierda hacia el lado, con la punta raspando levemente el suelo. Me agaché lo que más pude rozando mi cuerpo entero con el tuyo. Seriamente miraba hacia un lado. Entonces tomaste mi cintura y yo para atrás. Mi entrepiernas quedó justo en tu pierna y subí. Caras frente a frente. Sudor. Respiración agitada. Continuar.
Fue sólo eso y ya estábamos haciéndolo de lo lindo en medio del escenario. Frente a todos y sin que nadie se diera cuenta. No te imaginás si te lo digo y por eso no lo hago, pero nadie me había hecho el amor de pié, bailando y frente a tanta gente.
La bailarina nos miraba, recuerdo. Ella sabía exactamente lo que hacíamos mientras bailábamos el tanguito libertino ése.
...
-Diana Matus-

domingo, 6 de mayo de 2007

El reencuentro (cuatro segundos)


Cerró los ojos y aún estaba allí, entonces trataba de olvidar lo que le había hecho olvidar. Abrió los ojos y se dio cuenta: nada sería lo que alguna vez fue.

Lo vio. Acercó su cuerpo, sobre todo su cara. Las narices se rozaban, podían respirar sus alientos. Su pecho estaba obstruido por una corriente eléctrica que luego le recorrió todo el cuerpo. Las palabras no hacían falta. Se hablaban por los ojos.
Ella mantenía la cabeza alta, el cuello estirado y a veces tragaba un poco de saliva sin cambiar la seriedad de su rostro. Él, no podía decidir cuál de los dos ojos mirar. Su cabeza gacha, le producía un dolor sobre el cuello. Sin embargo no quiso moverse. Sus brazos conservaban la postura original, sueltos, lacios e insensibles.
Un suspiro repentino los motivó. Pero el silencio seguía reinando en toda la casa. La noche hacía dormir a cada ser vivo que resistía el frío invierno. Ellos ya no podían resistir. El tiempo les había hecho olvidar tantas cosas que ya no recuerdo. La puerta de la entrada seguía abierta, un viento frío lograba acapararse del momento y hacía que de sus narices saliera vapor. Temblaban congelados.
Ella no recordaba hasta entonces, la forma de aquel par de aretes que él traía puestos. Una imagen en su mente: un pequeño lamido de uno de ellos, una excusa barata para poder saborear un poco de piel. Un beso en el cuello y otros cuántos más entre oreja y aros. Todavía podía recordar. Su olor sobre la almohada, su voz, un cariño.
Él la había visto otras veces. Nunca había recordado tanto como esta. Un flash back de su sonrisa, otro de sus palabras sabias. Un olor a vainilla que acompañó cada momento con ella. Ese olor, que ahora los rodeaba, le hizo sentir una puntada dolorosa en la parte inferir de su abdomen. Una sensación de angustia y ansiedad.
Tres segundos y sus cuerpos seguían en las mismas posiciones. Se miraban fijamente, ya no resistían y sin embargo ninguno se movió. Deseaba tocarla. Pensaba en una situación: cintura, caderas, brazos, rostro y entonces besos; muchos besos, sin detenerse, toda la noche; en aquel cuarto, ese que ya habían usado alguna vez. En su memoria: ropa interior negra, respiraciones agitadas, una película en la televisión que sirvió entonces de música de fondo. Una hendidura en la cama de la que se reía, con una carcajada coqueta. Entonces su cuello estirado hacia atrás, un beso, otra carcajada. Rozar con su torso sus cenos y entonces descubría la megia de su piel.
Pero, ahí estaban parados frente a frente, con la puerta de entrada abierta, el frío y la luz de la luna. Fue tan corto.
Cuarto segundo. Un pestañeo lento zanjó sus destinos. Una ráfaga de viento movió su falda, su pelo, unas hojas en la mesita de la entrada salieron volando. Por un instante sus ojos quisieron seguir mirándose, pero la suerte estaba ya dibujada.
Hasta hoy, cierra los ojos y se imagina que está ahí. Revive el momento, recuerda lo que alguna vez le hizo olvidar. Intenta olvidarlo, pero lo recuerda más. Sólo hasta hoy, pues esta mañana abrió los ojos y se dio cuenta de que nada sería lo que alguna vez fue.

martes, 24 de abril de 2007

Los ardores de Caperucita


El canasto, tapado con un paño de flores amarillas, fue entregado a Caperucita. Su madre le pidió que lo llevara a la casa de su abuela que quedaba al otro lado del bosque.
Así partió Caperucita. Vestida entera de rojo: su vestido era rojo, sus zapatos, su pelo e incluso esos delicados labios brillantes que iluminaban los ojos de cualquiera.
Ese día de verano intenso, se despidió de su madre y salió de su casa alrededor de las 8:00pm.
Caminaba por el bosque. Miraba hacia todos lados con cautela. Los sonidos de susurros secretos asustaban e inquietaban a la sutil criatura. Entre el espesor de los árboles se oían gemidos y murmullos de animales feroces. Un suave olor a humedad envolvía los pasos de Caperucita.
De pronto tras un árbol de manzanas se oyó una voz que pronunciaba su nombre de una manera especial, lenta y tenue, exhalaba el aire que la traía consigo.
Caperucita se detuvo y sin mover la cabeza, sólo con sus ojos, miró lentamente hacia distintas partes. El lugar era oscuro, las copas de los árboles se movían con el denso viento. Volvió a mirar y escuchó nuevamente el susurro delirante, pero esta vez tan cerca que pudo sentir su respiración. Un olor extraño desgarró su nariz y por el conducto nasal se escabulló hasta haber llegado a cada una de las extremidades de su cuerpo. Un severo escalofríos erizó sus vellos.
Inhaló y exhaló profundamente mientras cerraba sus ojos. Dobló su cuello hacia un lado y movió su lacio cabello rojo para dejar al descubierto la piel y una parte del hombro se alzó con delicadeza.
De pronto sin más ni menos, sintió una caricia fría y esponjosa que se movía sutilmente por aquella piel erizada ante aquel olor detonador de pasiones ocultamente guardadas dentro de sí.
Abrió los ojos e inmediatamente una especia de pañuelo negro los cubrió. Sintió como una manos frías acariciaban temblorosas su espalda cubierta por el vestido rojo. Lentamente aquellas manos comenzaron a bajar el cierra del vestido. Caperucita solo sentía un deseo inflamante dentro de su cuerpo que no la dejaba moverse.
El vestido cayó descubriendo aquella piel blanca perfectamente contorsionada, increíblemente virgen ante la mano de Dios. Aquel secreto que tenía guardado y que ahora daba a conocer en medio del espeso y húmedo bosque.
Una gota de sudor cayó por sobre su ahora descubierta espalda, hasta topar con una braga de lencería fina color rojo que dejaba entrever un poco de piel por medio de pequeños agujeros que formaban rosas.
Aquellas manos comenzaron a moverse dando la vuelta a su cuerpo, llegando a su abdomen. Subieron nerviosas y una de ellas rasguñó su piel. Caperucita no sintió dolor, sino una especie de electricidad que corría desde los dedos de sus pies hasta la cima de su cabeza.
Cuando las manos llegaron a sus pechos y comenzaron a acariciarlos con firmeza y dedicación, aquella niña se transformó en un monstruo feroz que gemía y respiraba fuertemente. Su pelo rojo se movía de lado a lado. Su boca se abría mirando hacia arriba y estirando su blanco cuello transpirado de pasión.
Una ráfaga de viento helado interrumpió aquel delirante episodio y voló aquel pañuelo que tapaba sus ojos aún cerrados. Los abrió y se encontró sola sentada sobre el suelo, apoyada en el tronco de un árbol, descansando de la larga caminata hacia la casa de su abuela.Se paró con firmeza, bostezó y con las manos aún temblorosas recordó aquel susurro de pasión que la hacía estremecer en su sueño. Sonrió levemente y siguió su camino hacia la casa de su abuela.

Diana Matus.-
-derechos eróticos reservados-